El mar resuena en mi cabeza.
Yo que ya gasté todas mis fuerzas en alcanzar la orilla,
que tragué agua hasta pensar que jamás volvería a tener sed,
me encuentro con el rumor del oleaje en unos que al sonreirme me llenan la boca de sal.
Me convencí de que la mejor manera de mirar al horizonte era de espaldas,
que ahogarme era mi mayor miedo,
que con sólo la lluvia bastaba para nadar.
Derramé tinta sobre los mapas
para borrar las líneas de costa,
para demostrarme que no hay ninguna ballena blanca
a la que merezca la pena perseguir toda una vida.
Pero el mar resuena en mi cabeza.
Y lo intenté, juro que lo intenté.
Pero si renuncié no fue por miedo a banderas rojas
o negras de tibias cruzadas que furan a robarme un tesoro que para empezar
nunca fue mío,
si no porque a cada intento,
a cada zambullida,
la resaca me escupía de vuelta
más roto y desorientado que antes.
El viento sopló tan fuerte que acabó por apagas las velas en vez de impulsarlas
y seguir las estelas era guiarse por una estrella polar que siempre apuntaba al fracaso.
Pero el mar resuena en mi cabeza,
y yo, que ya no me quedan mensajes en una botella que descorchar
porque me los bebí todos;
que las sirenas se quedaron afónicas de gritarme que ya no me querían;
me lancé de cabeza sin medir antes el fondo.
Me despeñé risco abajo, como las ratas detrás del flautista,
mutilando la silueta del hombre que fui
y me sumergí al bautizo de sal de mi nueva forma.
Ignoré los cadáveres de la orilla con mi rostro.
Ignoré los cortes de las conchas en mis pies.
Ignoré el chillido de las aves marinas que decían conocer el final.
Y al entrar en ese mar que resuena en mi cabeza
estallé en espuma.
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