lunes, 24 de agosto de 2009

Hipnosis

Todos esperaban en la misma sala redonda. Los sillones cómodos y de último diseño se distribuían alrededor de una mesa baja sobre la que solo se veía un teléfono. Pocos eran los que preferían estar sentados. Otros simplemente se apoyaban en las curvas paredes de la sala o caminaban de un lado para otro intentando explicarse como habían acabado dentro de una habitación sin puertas ni ventanas y con otros 15 desconocidos.

Era gente de todo tipo. Tras casi una hora discutiendo sobre como habían llegado allí o la posibilidad de algún topo decidieron solamente esperar, en silencio. Un tipo con una camiseta sin mangas que se llevaba nervioso los dedos a la boca en un ademán de fumador. Un muchacho vestido de gótico se sujetaba las rodillas sentado en el sillón. Un ama de casa, un cincuentón con bigote que miraba sin pestañear a una chica rubia que lo ignoraba… no podían ser más distintos.


Me senté en el sillón que me señaló el terapeuta. Decía que iba a hipnotizarme y aunque no tenía mucha confianza en esos métodos si lograba quitarme las jaquecas estaba dispuesto a probar cualquier cosa.

Se me acercó con un pequeño péndulo plateado y comenzamos con ejercicios de relajación y respiración. No sé si conseguiría hipnotizarme, pero como siguiera un poco más iba a quedarme frito. El péndulo empezó a moverse. La voz del terapeuta me dijo algo, no recuerdo el qué. De hecho, a partir de ahí no recuerdo nada.


El teléfono comenzó a sonar. Todos se miraron extrañados. Lo habían comprobado antes y no había línea. La mujer con pinta de ama de casa alargó una mano temblorosa hacia el auricular. Los demás se mostraban inquietos. Descolgó y se llevó el auricular al oído.


Me sentí mareada, de repente pasé de estar en una sala con extraños a estar sentada en lo que parecía una consulta, con un señor de gafas y barbita, de esos intelectuales que salen en la tele. Me preguntó si me sentía bien, quien era, como me llamaba, mi edad y profesión, y luego me dijo que iba a intentar hipnotizarme. Yo estaba como ida y de nuevo volví a la sala blanca.


Tras lo que parecieron unos segundos interminables la mujer volvió a colgar. Entonces todos comenzaron a acosarla con preguntas, Tratando de averiguar nuevos datos que pudieran sacarlos de allí. El teléfono sonó de nuevo. El tipo con el mono de nicotina se lanzó a cogerlo, soltando imprecaciones para quien estuviera al otro lado de la línea.


Joder, esto es una puta locura. Primero en esa sala blanca rodeado de gilipollas y ahora con esta especie de loquero. No sé que intenta contarme y me pasa algo por delante de las narices, de un lado a otro. Me estoy poniendo de muy mala hostia. Intento levantarme, pero estoy como colocado de algo que no recuerdo haberme metido. ¡Mierda! Otra vez en la sala blanca.


Uno por uno fueron cogiendo el teléfono, ya que ninguno de los que se ponía en contacto con quien fuera que llamaba sabía explicar lo que había escuchado. Coger el teléfono había operado un cambio en ellos, ahora permanecían ensimismados, casi en letargo, inactivos y lo más importante, mudos.


Volví en mí. Lo primero que hice fue mirar el reloj. Habían pasado más de cuarenta minutos y el terapeuta parecía extenuado. Me dijo que había puesto en práctica una nueva técnica que el mismo había desarrollado para el tratamiento de los trastornos disociativos de personalidad múltiple. Era tan sencillo como hipnotizar al anfitrión para dejar salir las personalidades alternativas e hipnotizarlas a su vez, sumirlas en una especie de trance del que no despertarían nunca, con lo que el trastorno desaparece. Me explicó que mis jaquecas eran producidas por todas las otras personalidades, intentando aflorar a la vez. La sesión era complicada y muy cansada para el terapeuta, pues debía hacer dormir a todas y cada una de las personalidades, ya que si alguna permanecía despierta sus intentos por tomar el control tendrían mucha más fuerza. Respiré hondo, aliviado. Por fin la cabeza dejaría de dolerme, y los días de despertar sin saber donde estoy y como he llegado hasta allí habrían acabado.


El joven con apariencia de gótico se soltó las rodillas y sonrió. Nadie se había dado cuenta de que él no había cogido el teléfono. Casi juraría que nadie se dio cuenta de que estaba allí, tan quieto, tan callado. Descolgó el teléfono y rio a carcajadas. Por fin iba a descubrir como era el mundo de ahí fuera.

martes, 4 de agosto de 2009

Miau

La reportera tiritaba bajo un paraguas en frente de la Corte de Justicia Municipal, aguantando los embates del viento y la lluvia, a la espera de poder hacer una conexión en directo y marcharse a su casa.

En resumen –entendedme, me resulta un poco complicado seguir vuestros informativos- venía a decir que el asesino en serie Nicholas Wald, conocido como el violador del calcetín, acababa de ser condenado a muerte mediante inyección letal en un juicio lleno de escándalos, polémicas, abogados defensores que dimitían, fiscales manchados por la corrupción y un largo etcétera que dio alas al amarillismo (¿está bien dicho?) más salvaje de los medios.

La ejecución tendría lugar dos días después. El gobernador había declarado en varias ocasiones la repugnancia que sentía por el asesino, por lo que no cabía esperar un indulto de última hora. Iban a ser dos días muy largos.

A ver… Nick no era un mal tipo. Era muy raro, eso si. Nadie normal viviría en un apartamento tan pequeño como el suyo con media docena de gatos. Pero a pesar de eso… no sé, con nosotros se portaba bien. Racaneaba un poco con la comida y ponía la tele muy alta, pero nada más.

En la tele dijeron que las familias de las víctimas asistirían a la ejecución, así como diversos notables del Ayuntamiento, el Departamento de Policía y el Gobierno Federal. Diversos medios de comunicación estaban acreditados, aunque según las leyes del Estado no podrían estar presentes en el momento de la muerte, solo antes y después, para ser testigos de los preparativos previos y recoger las declaraciones de los familiares de las siete pobres muchachas a las que el violador del calcetín había despojado de su vida y su inocencia. Ninguna tenía más de dieciocho años.

Tras despedir a la reportera el presentador dio paso a un reportaje sobre como, tras meses de trabajo infructuoso, la policía científica dio con el hallazgo que permitió inculpar a Wald con los asesinatos. Al parecer pudieron relacionar a Nick con las fallecidas debido a unas fibras de pelo animal en el cuello de la última chica, transferidas por el calcetín que usaba para estrangularlas. El pelo correspondía con uno de los felinos del condenado.

Vale, reconozco que frotarme con los calcetines según salen de la secadora no fue mi mejor idea, pero tampoco es culpa mía ¿No? Además, si esperaba lealtad, que hubiera elegido un perro como mascota.

sábado, 1 de agosto de 2009

Días de mierda

- Me encantan los días como hoy.
- ¿Los días que llueve?
- No, los días de mierda.