sábado, 20 de febrero de 2010

Cosquillas

Un caso curioso el de aquel niño. No sufría ninguna patología especialmente grave, pero mantenía desconcertados a todos los médicos y especialistas por cuyas consultas había pasado, y por su puesto, también a sus preocupadísimos padres.
El pequeño sufría incontenibles ataques de risa. Sin motivo, patrón o desencadenante.
Ocurría de manera casi aleatoria. En una ocasión, durante unas vacaciones familiares en Canadá, mientras el padre pedía indicaciones a un Policía Montado el niño estalló en carcajadas tan enérgicas que el caballo se asustó y por poco hizo caer al agente de la grupa del animal.
Estas muestras e vitalidad y alegría infantiles no deberían estar fuera de lo común en un niño de esta edad, pero la madre insistía en que se le realizaran todas las pruebas de las que tenía conocimiento. En particular desde que en el entierro de una tía lejana el niño se perdió entre las lápidas.
Buscaron durante horas por todo el cementerio, hasta que por fin dieron él. Estaba en un panteón. Se había separado de sus padrs en un momento de descuido y fue leyendo los epitafios hasta llegar al mausoleo abierto.
Estaba ensimismado, con una sonrisa inocente, como solo un niño puede tener y los ojos recorriento cada pulgada de las estatuas que ornamentaban el sepulcro.
Los doctores se sucedían sin que ninguno se atreviera a dar un diagnóstico en firme.
Pero a pesar de esto el niño crecía feliz. cada tarde acudía al parque cercano a su casa y jugaba con sus compañeros de colegio.
Aunque un día, corriendo tras una pelota perdida, el pequeño se plantó delante de un vagabundo. Llevaba unos pantalones de pana raídos, una vieja camisa de cuadros y una gabardina con tantos años como el propio mendigo.
El gesto no pasó inadvertido a la vigilante mirada de la madre, que se apresuró a acudir al rescate de su hijo.
Pero cuando llegó a la altura del niño, este se estaba partindo de la risa, igual que el sintecho, inmersos en el mismo regocijo secreto.
La mujer se fijó más detenidamente en el hombre. Las canas se enraizaban en su barba, aunque la juventud brillaba en sus ojos.
En sus manos sostenía puñados de hojas caídas de los árboles, cuidadosamente apiladas y ordenadas. Los dos, el niño y el hombre compartían una carcajada espontánea, mientras miraban las hojas con lágrimas en los ojos.
Solo después de que la mujer le llamara dos veces el niño accedió a soltar las hojas y alejarse del hombre.
Aunque concernida, la madre permitió que los encuentros se repitieran. Cueando estaban juntos los ataques de risa les sobrevenían a la vez, al parecer bajo los mismos hechos.
El pequeño comenzó también a recolectar hojas. Las escogía con mimo, las estudiaba ceñudo. Desechaba algunas, atesoraba otras con avidez y todas le hacían reir.
Un día volviendo a casa el niño comentó distraido.
- ¿Sabes mamá? Ese señor es igual que yo.
-¿Ah, si?
-Si. Él también tiene cosquillas en la imaginación.

4 comentarios:

Lena dijo...

Me ha gustado y mucho. Es bonito, con imaginación y el final es genial. Es muy tierno =)

Lucía Larios dijo...

Un poco rebuscado para llegar hasta el final, pero me ha gustado =)

Rebeca Gonzalo dijo...

Me ha gustado mucho, sobre todo el dulce e imaginativo final que me deja una sonrisa permanente para el día de hoy. Lo que me desconcierta es la distribución de algunos párrafos, por momentos me ha dado la sensación de falta de continuidad en el hilo principal. En fin, sea como sea muy bueno.

Javi dijo...

Muy muy bueno ;)