Hoy no he escrito nada nuevo.
No sabía sobre qué. He tratado de vomitar
algo sobre un papel rimándome los dedos en la garganta, he tratado de
inspirarme a sesenta euros el gramo de musa, he intentado tirar del ovillo que
me aprieta contra el estómago y cuando he llegado al final del laberinto
resulta que me había desmadejado por dentro.
Y me he parado a pensar, de qué escribimos
siempre? Del anhelo antes del amor, de la felicidad durante el amor, del dolor
después del amor. Amor, amor, amor. ¡Es ridículo! Tenemos más fe en el amor que
en nosotros mismos y luego escribimos igual que amamos, con faltas de
ortografía.
Pasamos demasiado tiempo soñando con una
historia como la de Romeo y Julieta sin caer en la cuenta de que fue un romance
de tres días y siete muertos. Pretendemos pasar tanto tiempo cuidando el uno
del otro que no tenemos ni un segundo para mirar si lo que nos une son lazos o
cadenas, o darnos cuenta si quiera de que estamos haciendo las cosas a la vez y
no juntos; y por eso Mercuccio está muerto por culpa de dos niños imbéciles,
más enamorados de una idea que de la otra persona.
Me he enfadado con mis cosas. Me he
deshecho de todas ellas. He dejado la mesa tan vacía como me sentía por dentro
yo para ver si al final yo me sentía tan limpio como había dejado la mesa por
fuera.
Pero aún así no he escrito nada. De modo
que ahora busco un bolígrafo que no deje de latir antes de que se acabe la
historia y un cuaderno en el que escribir un cuento que no me deje tinta en los
dedos cuando intento pasar página.
Hoy no he escrito nada nuevo.
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