martes, 25 de enero de 2011

Asociación de Amigos de la Maldad

El sistema acabó consigo mismo de la manera más aburrida que se pueda imaginar: La burocracia. Un día el supervillano William Rathbourne, conocido como Deathborn, y dos de sus colaboradores habituales registraron la asociación Amigos de la Maldad. La maldad es un concepto moral, no legal, por lo que el Ayuntamiento no pudo impedirlo. Tuvieron la arrogancia de invitar a todos los superheroes a su asamblea constituyente.
A los pocos días todos los delincuentes comunes y sospechosos habituales se habían inscrito. El ejemplo cundió en el resto del país y pronto todos los criminales de la nación contaban con el carnet de socio. Rathbourne había estudiado leyes en su última estancia en prisión (cortesía de Solar Blast) y había aprendido a delimitar a la perfección la línea entre el delito y la simple mala baba.
Subvencionaron a los grupos musicales con menos talento, apoyaron las campañas de los políticos más extremistas, donaron dinero a los colegios que entraron en su programa de competitividad escolar desde párbulos. Consiguieron ampliar el horario de los bares y discotecas mediante recogida de firmas y después lograron subir en 40 decibelios el límite de la contaminación acústica. Primaban a los equipos deportivos que más faltas cometieran y crearon unos premios especiales para los empresarios que más ajustaran las condiciones laborales de sus empleados a los mínimos de los convenios. Rathbourne llegó a hacerse un gran amigo personal del juez que más veces le había encarcelado
Algunos superhéroes encabezados por Nightbringer y Zealot intentaron la misma maniobra pero a la inversa. En un principio funcionó y tuvieron bastante respaldo cuando representantes de todas las religiones oficiales se sumaron a ellos. Sin embargo la Liga de la Bondad se vino abajo cuanto intentaron ponerse de acuerdo en la redacción de sus estatutos por las discrepancias entre los grupos religiosos. La demanda por violación de derechos de autor en su nombre fue el último empujón que les hacía falta para caer.

jueves, 13 de enero de 2011

Nuevas viejas amistades

No estaba seguro de aquello. Pensándolo en frío era una locura, un juego enfermo de una mente no mucho más sana. Pero aún así, releyó el letrero de la puerta y entró. Dra. M. Riaza. Psiquiatra infantil.
Llevaba la capa que le había dado Lago. Los saltos de sombra a sombra eran como acelerones en un túnel mal iluminado. Los bordes de su visión se difuminaban y algo tiraba de él hasta el siguiente punto que quería alcanzar. La recepcionista ni siquiera reparó en él cuando entró y en la sala de espera media docena de niños acompañados de sus madres le ignoraron como a una mota de polvo arrastrada por el aire. Otro salto en la sombra y estaba dentro del despacho.
Era hermosa. Lago se lo había dicho, pero tenía una forma peculiar de contar las cosas. Lo veía todo fragmentado y desproporcionado, una lente de aumento rota describiendo a un ciego el mundo.
La mujer consultaba unos expedientes con obstinado interés. Tenía el pelo recogido con unas gomas de colores. Sería solo dos o tres años mayor que él. Julián se descubrió y esperó que notara su presencia.
La doctora se sobresaltó. Echó la silla de despacho hacia atrás, pero controló el miedo.

- ¿Qué quieres?

Era una reacción interesante. Ante la sorpresa se esperaba un "¿Cómo has entrado?" o un "¿Quién eres?". Pero la primera era una información innecesaria y la segunda era irrelevante. Era un joven con una capa y una espada al cinto. Quizás el paciente de algún compañero de clínica o un animador contratado para alguna terapia. La mente analítica de la doctora expuso lo único que no podía extraer del entorno. Sus motivos.

- Es complicado. Necesito hablar contigo.
- ¿Sobre?
- Un amigo en común que necesita que le ayudes.
- No creo que compartamos círculos sociales, y de todos modos, si necesita mi ayuda que pida una cita como los demás. No me gusta otorgar tratos de favor entre mis pacientes.
- Me dijo que te llamaba Doncella Marga. Quizás te suene.

¿Qué era aquello, una broma? En su tesis doctoral contaba su fantasía con el ladrón de cosas bonitas, cómo de pequeña se obsesionó con un amigo invisible y un mundo irreal y la medida en que aquello definió después su vocación hacia el estudio de la mente infantil y la ayuda a aquellos que no conseguían superar el delirio. Alguien quería tomarle el pelo. Era nueva en la clínica y se esperaba alguna novatada, pero no se imaginaba algo tan personal. Molesta descolgó el auricular para que echaran a aquel payaso de su despacho. El chico sonrió resignado.

- Me dijo que no me creerías. La ciencia ha devorado la magia, ha dicho. Me dijo también que aún lo conserva.
- ¿El qué?
- Lo que te robó. No ha querido contarme qué era.

Aquello era extraño. Jamás contó a nadie esa parte. Obligó a su memoria a desenterrar los recuerdos sepultados por capas de autoconvencimiento, lógica y montones de no-pudo-ser-real. Hubo algo que produjo un chispazo en su cerebro. ¡La capa! Recordó el tacto de aquella tela. Sus ondulaciones, su color, idéntico al de la prenda que el chico llevaba sobre los hombros.

- Supón que te creo y en vez de llamar a seguridad y clavarte una aguja llena de ansiolíticos en el cuello, escucho lo que tienes que decir.
- El mundo se muere y él está buscando a alguien. Creo que lo de mundo le da igual, pero me dijo que me ayudaría a evitarlo si yo le ayudaba a encontrar a esa persona.

- De acuerdo, voy a pedir esa aguja.

No tuvo tiempo de marcar el primer número. Una enfermera irrumpió en su despacho visiblemente alterada.

- ¡Doctora, tiene que venir!¡Han entrado todos en shock!

El chico ya no estaba allí. Por un segundo pensó en la posibilidad de que se hubiera quedado dormida ante el ordenador, pero el ruido de la sala de espera le obligó a ponerse en movimiento. Ya pensaría en ello más tarde.

Los seis niños estaban en el suelo. Convulsionaban. Tenían los ojos en blanco y espuma en la boca, con las caritas contraídas por el dolor y los espasmos. No eran capaces de sujetarlos cuando sus espinas dorsarles se arquearon y de sus pechos brotó una voz grave y lejana.

- Llegará la hora en que los ocho ojos vean a la Luz y la reconozcan.
Y el ciclo girará otra vez y todo cambiará,
pues la lucha ha de dar nacimiento a El Último.
Los muros caerán y ya no habrá miedo.
Niña de Plata, busca la magia detrás de la luna.
Niña de Plata, despierta a La Araña.
Niña de Plata, mata este mundo.

Y la crisis cesó en todos los niños al tiempo. Una voz a su espalda llamó su atención.

- Esto me ahorra muchas horas tratando de convencerte. Lago querrá hablar contigo. Ha pasado mucho tiempo.
- ¿Cuál es tu nombre?
- Antes tenía un nombre como el tuyo, pero he pasado mucho tiempo con él. Creo que he cambiado, que ahora soy algo más... Ahora me llamo Espada.
- Yo soy Marga.
- Lo sé. La Doncella Marga. Vámonos.

Y mientras La Araña dormía

domingo, 9 de enero de 2011

Edward Perrington

Cuando la investigación genética avanzó lo bastante como para producir especímenes animales con características antropomórficas la comunidad internacional puso el grito en el cielo. Cuando un accidente en la emisión de radiaciones propagó las mutaciones por todo lo ancho y alto del planeta se dispararon todas las alarmas y la iglesia excomulgó a todos los científicos del mundo. ¿Animales dotados de sentimientos e inteligencia, que hablan, razonan y toman el te? Era mucho con lo que lidiar. El primer individuo que tomó parte activa de la vida social de un país fue Edward Perrington, un magnífico ejemplar de pastor alemán que decidió seguir su vocación y hacer carrera como militar. Perrington narró los primeros difíciles años de la Academia Militar en una biografía que se convirtió en best seller en apenas una semana y que le convirtió en toda una inspiración para el resto de mutados y un héroe de la integración. El sargento Perrington murió a los 12 años sin ver cumplido su sueño de ascender a teniente. Su visión en blanco y negro le impidió aprobar el examen de heráldica imprescindible para optar al cargo.