domingo, 9 de marzo de 2008

Incertidumbre (o de cómo Beethoven perdió su mala suerte)

El muchacho entró en el bar intentado ver algo por encima de las cabezas de la gente. A empujones logró llegar hasta la barra. Puso toda su voz y su empeño en pedir dos cervezas, pero por lo visto, él era una de esas personas con la curiosa capacidad de colocarse en el punto de la barra que ningún camarero tiene asignado. Cuando por fin se hizo escuchar la chica detrás de la barra lo miró con extrañeza.

- Dos cervezas, ¿Para tí solo?
- Pero si no he venido solo, estoy con mi mala suer...- Se giró para mirar a su alrededor.- ¿Dónde está? No puede haberse esfumado así como así.

Y entonces te oyó decir.

-No me gusta la cerveza, pero pero si quieres puedo quedarme contigo.

(No fue exactamente así, pero lo que cuenta es el recuerdo ¿No?)

y hoy... hoy me siento un poco idiota

miércoles, 5 de marzo de 2008

Soy el mendigo que sólo acepta sueños (el esgrimista)

- Soy el mendigo que sólo acepta sueños.
- Me parece muy bien señor, pero o se marcha de mi puerta o llamaré a la policía.

Julián se encontró con el mismo espectáculo de todos los días a la puerta de la academia de esgrima. El fardo de ropa bajo el que se adivinaba una persona había vuelto a bloquear las escaleras de acceso, y como cada día, el encargado de turno le echaba de allí.

Entró sin saludar a nadie, como siempre, o mejor dicho, no hubo nadie que le hablara para poder devolverle el saludo. En los vestuarios se cambió en silencio, sin levantar la mirada hacia el resto de muchachos de su grupo, que le lanzaban envenenadas miradas de soslayo.

Era un chico moreno, de piel pálida. Delgado aunque bastante fibroso. Los años de disciplina marcial y manejo de la espada habían conferido a su cuerpo una resistencia, fuerza y agilidad superior a los de cualquier deportista de élite. Pero aún así se negaba a participar en los torneos y campeonatos, a pesar de ser el mejor espadachín de toda la ciudad, puede, que del país. Se había apuntado al primer curso de esgrima para conocer gente, superar su timidez y tal vez, aumentar su autoestima. Pero de nada había valido. Su superioridad técnica le había valido el rencor de todo contra el que cruzaba los sables de entrenamiento, lo que confundía a Julián aún más. ¿Por qué lo odiaban, si todo lo que hacía era mejorar? ¿No se suponía que era para eso para lo que acudían a entrenar?

Una vez en la sala de entrenamiento comprobó con fastidio quien sería el instructor de aquella tarde. Matías, uno de los raros casos en los que los alumnos se convertían en maestros, pero con todo y con eso, inferior a Julián. En cuanto sus miradas se cruzaron, ambos supieron cual sería el ejercicio que realizarían.

- Julián, ¿Cuánto tiempo llevas practicando esgrima?- le interpeló el instructor.
- Diez años, la mitad de mi vida.
- Entonces coincidirás conmigo en que no sería justo para los menos experimentados enfrentarse cara a cara a ti.
- Es verdad. No sería justo ni siquiera para ti. –Sonrió mientras se ponía el visor protector.- ¿Cuántos a la vez?
- Cinco. –contestó Matías apretando los dientes.– Contándome a mí.

Julián se colocó en el centro de la sala, mientras Matías y otros cuatro de los más avanzados tomaban posiciones a su espalda y a sus flancos, en tensión, listos para atacar. Y ese era su error. Según concebía Julián la esgrima, no se trataba de la tensión o la fuerza, si no de fluir, de ser las ondas que levanta una piedra al caer en un lago. La piedra se hundiría pero las ondas se convertían en olas.

Iniciaron el movimiento a un gesto de Matías, pero dos de ellos se adelantaron. Con la suavidad de una brisa paró la estocada del primero y trabó el sable del asaltante contra el que se le acercaba por detrás. Girando sobre sí mismo, siguiendo la corriente de movimientos que se había desatado, golpeó en la rodilla al que quedaba a su espalda y en las costillas al hombre de su izquierda con el mismo tajo de la espada embotada. Con dos gráciles pasos llegó hasta Matías. Fintó un ataque que de haberle acertado le habría partido el cuello. Golpe lateral al codo, estocada al hombro y descendente a la muñeca.

Se escuchó un crujido que detuvo a todo en seco. Matías, desarmado y con la muñeca posiblemente rota, se quitó el visor y se sujetó la mano derecha sollozando.

- ¡Estás loco! – Le gritó el instructor mordiéndose las lágrimas. – Haré que te expulsen por esto.

Julián estaba confuso. No sabía bien como actuar. Ninguno de esos cinco tendría ningún problema en partirle las costillas de un tajo, pero la derrota les dolía más que los golpes.

- Lo siento.- Musitó.

Los alumnos se marcharon de inmediato, para acompañar a Matías a urgencias. Julián se quedó solo de nuevo. No quería llorar. Se dijo que no debía llorar. Pero lloró. Bajo el visor notó como se le empapaban las mejillas. No seas la roca, se las ondas, se decía una y otra vez. Respira, fluye, se las ondas. Para intentar tranquilizarse y conjurar el dolor empezó a repetir las catas más básicas, subiendo de complejidad poco a poco. Se liberó del visor y de la pechera abotonada de cuero negro. Disfrutó de la sensación que dejaba sobre su piel el aire que desplazaba su cuerpo. Por fin su respiración, sus movimientos y su mente caminaban en la misma dirección. Por fin fluía.

- Es hermoso.

Una voz al fondo de la sala rompió su concentración. Se volvió en posición de guardia de manera instintiva. Un joven de pelo negro, vestido con una estrafalaria mezcla de ropajes le miraba sin perder detalle.

- ¿Quién eres? – Preguntó Julián sin bajar la espada.- ¿Cómo has entrado?

El extraño chico dobló una capa negra y la posó en el suelo, junto a un viejo paraguas pardo.
- He entrado por la puerta, pero no me ha visto nadie. Llevo aquí desde que empezasteis a entrenar. Fue hermoso.
- ¿El qué? –Contestó con sarcasmo. Le había parecido reconocer en la voz del muchacho al mendigo de la puerta, aunque no estaba seguro- ¿Cómo le partí la muñeca?
- No –Replicó con calma.- Cómo danzabas
- No era danza, era un combate
- ¿Cuál es la diferencia? Ellos estaban descompasados, pero tú te adaptabas a sus movimientos. Tu cuerpo respondía a los suyos con una precisión casi coreográfica. Disfruté viéndote, y ahora cuando practicabas solo, observé que tu también lo notabas, como si todo a tu alrededor se pausara y se detuviera.

Julián ya no tenía ninguna duda. Bajo los andrajos del mendigo se ocultaba aquel chico, pero había algo en su voz, que le hacía pensar que no cabía en sus palabras ni un atisbo de mentira, algo en sus ademanes que le traía a la mente el recuerdo de algo regio y mágico que no acababa de atrapar del todo.

- Quiero que me enseñes a danzar como tú.- dijo de repente el muchacho moreno.

Julián tardó en reaccionar. Recogió la pechera y mientras negaba con la cabeza comenzó a hablar.

- Es imposible. Para llegar a mi nivel tardarías años, y no se si soy la persona más indicada para enseñarte. Y sólo tengo una espada. Aunque quisiera no podría.
- Pero yo aprendo deprisa.- con una sonrisa blandió el viejo paraguas como si fuera un florete.- y tengo mi propia espada
- ¡Si eso no es más que un para… -Antes de acabar la palabra la superficie del paraguas se deshizo, cayendo a la tarima como una lluvia de arena y dejando ver su verdadera forma: una reluciente espada de cristal negro.- ¿¡Cómo lo has hecho?! ¡Es preciosa! ¿De dónde la has sacado?
- La robé. –La expresión de su rostro cambió unos instantes.- Negra y brillante, como su melena.

Casi sin ser consciente cargó contra el desconocido. Se concentró en acosar en los puntos donde había más presión. La roca se hunde. Pero sin perder la sonrisa el vagabundo comenzó a parar sus golpes de forma diferente, acompañando el movimiento, dejando que la fuerza se diluyera. Las ondas se hacen olas. Combatieron durante horas, a lo largo de toda la sala. Hasta que estuvieron tan igualados que el vencedor resultó ser el cansancio.

Se dejaron caer en la tarima extenuados.

- Nunca había luchado contra nadie a este nivel.- dijo Julián en cuanto pudo hablar.- Tú ya sabías esgrima.
- Es posible. –Resopló el otro joven.- Pero necesitaba que alguien me recordara que era capaz de ello.
- ¿Cuál es tu nombre?
- Lago. Son las iniciales de un larguísimo nombre compuesto, pero me gusta más así.
- ¿Qué eres?
- No lo recuerdo. Puedo hacer cosas con las que vosotros sólo soñáis. Pero no soy capaz de recordar quien o que soy. Hasta ahora me bastaba con ir consiguiendo objetos que me recordasen a ella.
- ¿A quién?
- No lo sé. Sólo tengo su imagen. Intuyo que es importante, pero logró encontrar en mi mente el porqué. Pero ahora quiero averiguarlo. Por eso te necesitaba. A veces siento cosas que no pertenecen a este mundo. Y voy a enfrentarme a ellas.
- Estoy empezando a pensar que Matías logró golpearme primero y que ahora mismo estoy inconsciente y soñando todo esto.

Lago sonrío y se puso en pie. Le tendió una mano para ayudarlo a levantarse.

- Te puedo asegurar que soy tan real como tú. Pero no se a que nivel.- Julián aceptó la ayuda de Lago. Los dos quedaron frente a frente.- Necesito que vengas conmigo. No tengo razones ni argumentos, sólo la imperiosa necesidad de que me ayudes.
- Yo… -Julián pensó un instante. No tenía dudas en cuanto a que era una locura. Pero tampoco las tenía sobre lo que deseaba hacer.- Iré.

Una sonrisa más amplia que nunca recorrió el rostro de Lago. La espada volvía a ser un paraguas. El muchacho se agachó para recoger su capa.

- Prepárate. Tenemos que ir a visitar a una vieja amiga.
- ¿Cómo se llama?
- Marga.

domingo, 2 de marzo de 2008

PARA ELiSA (Beethoven perdido en la noche)

Ni yo soy sordo ni tú polaca, pero que se le va a hacer, las reencarnaciones son caprichosas. Cuando salí el sábado con una nube de mala suerte tronando y descargando sobre mi cabeza no esperaba encontrarme gran cosa. Tal vez lo de siempre, y por el curso de la noche tenía visos de ser así. Pero quiso la casualidad (caprichosa igual que las reencarnaciones) que me cruzara con la persona adecuada en el momento adecuado y que nos pusieramos de acuerdo para ir a visitar a un impresentable proyecto de administrador y director de empresas -y mejor persona- a la antigua cervecería.
Y una vez allí me encuentro con la ligera sensación de que tal vez (remotamente, como mucho) mi suerte cambie. En esta ocasión, ya que más de una casualidad por noche sería demasiado, recurro a la picaresca. Me presento, te presentas... y me quedo en blanco.
Hay silencios que lo dicen todo, pero me temo que no era nuestro caso. De todos modos, la conversación va saliendo -con menos fluidez de la que se me presupone en un primer momento- y tras mucho negociar llegamos a un pacto. Yo escribo esto, y tú a cambio... tú a cambio... bueno, parecer ser que es cierto eso que decías acerca de la incertidumbre.